Por Rafael Freda, a propósito del Informe del Taller de Reflexión del martes 30 de junio

Me enteré de la existencia de la Coordinadora de Grupos Gays a principios de 1983

Entré al Grupo Oscar Wilde, que se reunía cerca de la Plaza Monseñor D´Andrea. Me quedaba lejísimo, aunque a la vuelta de mi casa se reunía el Grupo San Telmo, que pronto se dividió en dos debido a su gran crecimiento; pero uno entraba por conocidos, no por si te quedaba cómodo o no.

 

Antes de ir al grupo los integrantes del San Telmo 1 y el San Telmo 2 solían congregarse en el barcito de Perú 1083, que como consecuencia figuró en la guía gay europea Spartacus como EL lugar de reunión gay de Buenos Aires durante años. Los pobres turistas gays llegaban, no había dónde ir y venían hasta el barcito para encontrarse con altos taburetes vacíos y caras poco amigables de camioneros, porque el barrio era bien barrio todavía, muy distinto al de hoy. (Me causa gracia que el local de Perú 1083 ahora venda ropa de mujer y se llame “Tranquila, corazón”).

Allí ya discutíamos mucho sobre si uno tenía que seguir tapado o si convenía darse a conocer. Ni siquiera teníamos vocabulario para eso. Uno de los chicos, al que le faltaba un dedo y del que no he vuelto a saber nada, decía “En el banco lo saben todos”, y otro explicaba “En mi casa nadie sabe de lo mío”, y las frases “lo mío, lo saben” eran comprendidas por todos. Recién había llegado la palabra “gay”, así que las frases “coming out” o “salir del armario” estaban muy lejos de ser conocidas.

En 1984 los representantes de los grupos se reunían en un local de ensayos de teatro y baile de la calle Corrientes donde reservábamos una sala a nombre del “señor CHA”, y se debatía mucho todavía si valía la pena decir públicamente que uno era homosexual o no. Finalmente, los que se animaban a dar la cara cobraban una relevancia particular frente a los demás; a uno de nuestros primeros líderes la CHA propuso hacerle una colecta para arreglarle los dientes, para que pudiera enfrentar las cámaras dando buena impresión. No me pareció para nada mala idea.

Dar buena impresión  era algo en que me parece que concordábamos. Todavía no estaba la idea de “si no les gusta cómo somos, que se jodan”, que después se hizo muy popular.

El Concejo de Representantes de la CHA no era muy eficaz, porque los grupos cambiaban de persona a cargo de la representación y las discusiones eran interminables, porque cada vez que llegaba una persona nueva había que informarla de todo y arrancar de vuelta. Así que nunca se llegó a una conclusión explícita sobre si valía la pena o no que se supiera públicamente que uno era homosexual. Sin embargo, Alejandro Zalazar, segundo presidente de la CHA, impuso la frase “darse a conocer”, aunque él mismo no lo hizo hasta varios años después. Reinaba la idea de que la discriminación de que éramos objeto de parte de los heterosexuales se debía a la ignorancia y el desconocimiento de que éramos buena gente; que si nos mostrábamos y les dábamos la oportunidad de que discutieran sobre nosotros con toda seguridad la discriminación se iba a disipar como niebla bajo el sol. La idea era un poco ingenua, pero se fue imponiendo poco a poco. Primero Zelmar Acevedo con Hugo Guerrero Marthineitz, después Carlos Jáuregui, Teresa de Rito y yo mismo fuimos asomándonos a la televisión. Yo estaba entusiasmado: aparecí en 1990 en un almuerzo de Mirtha Legrand y en mi escuela, el Normal Nro.3 de Bolívar 1235, no hubo ninguna repercusión contraria.

Más todavía: nadie me hizo ABSOLUTAMENTE NINGÚN COMENTARIO, a pesar de que yo había sido denunciado públicamente en el año 1988 en una fiesta escolar como homosexual por la que era entonces secretaria de la escuela, a la que le inicié un sumario. (Después mis compañeros y mi muy católica directora me convencieron de que lo levantara, para permitirle jubilarse).

El silencio con el que fui recibido en la escuela se repitió en el gimnasio al que iba y en el siguiente almuerzo de los domingos con mi familia. Ahí comprendí que algo andaba mal. Si yo hubiera sido más inteligente o hubiera tenido más experiencia, podría haberlo previsto; pero estaba un poco intoxicado por la experiencia de darme a conocer públicamente. En 1989, el año anterior al programa de Legrand, había aparecido en Canal 11 como vicepresidente de la CHA el 11 de setiembre, y al día siguiente Romay me hizo despedir del Canal 9 donde yo trabajaba; y en esa misma semana había aparecido en un programa sobre homosexualidad producido por la hija de Romay. Lo recuerdo hasta hoy porque en el panel había un veterinario que hablaba sobre las vacas machorras. Yo no estaba ejerciendo como docente en ese año (a fines de 1988 había quedado fuera de la escuela por una inteligente maniobra de la muy católica directora después del incidente con la secretaria). El programa de la hija de Romay y la nota de Canal 11 habían salido a la tarde, por lo que muy poca gente los había visto, y con toda seguridad (creía yo) nadie de mi familia, mi escuela o mi club.

En marzo de 1990 la revista carapintada me publicó con dirección y documento como uno de los veinte fundadores de la CHA; y a pesar de ello una compañera (Alicia Kabbache, profesora de física) me avisó que en la escuela había una vacante, me presenté, dijeron "lo estábamos por llamar" y volví a trabajar. Y nadie preguntó nada de por qué no había trabajado en 1989, cuando cualquier docente sabe que hablar de designaciones, juntas, trabajo, horas de cátedra y puntajes es tema obligado en todos los recreos. Y como yo vivía inmerso en la creencia en que la homofobia era débil y que apenas si se sustentaba en nuestra falta de visibilidad y la ignorancia de los heterosexuales de cómo éramos en realidad, no se me ocurrió pensar que de parte de los heterosexuales ese silencio expresaba miedo y hostilidad, y que de parte de los homosexuales expresaba prevención y cautela ante alguien que había roto el primer mandato de la supervivencia de un gay o lesbiana en aquella sociedad: QUE NO SE TE NOTE. NEGÁLO. NO LO ADMITAS NUNCA. Se volvía un tabú inconsciente.

Durante dos, tres, cuatro años aparecí en televisión como Docente Homosexual. Y siguieron llamándome en esa condición. Un día le protesté a Neustadt porque me decía “Freda”, y le dije que apearme el título de profesor no era adecuado. Lo que hizo, simplemente, fue pasar a decirme “profesor”, como la Legrand había hecho desde el primer momento. En otro momento y si a alguien le interesa podemos hablar de la “corrección política”, las buenas maneras y la actitud general de los periodistas y comentadores argentinos, que tan importante (y tan de doble filo) ha sido para nuestro movimiento. Pero ahora volvamos al “darse a conocer”, que ya iba transformándose velozmente en “salir del armario” a medida que las instituciones comerciales gays se hacían más grandes, más numerosas y financieramente más poderosas, a buena imitación de Nueva York, Londres o París.

Mientras pasaban esos primeros años de 1983 a 1990, yo había creído a pies juntillas en que nuestro problema era la visibilidad. Darse a conocer era (parecía) la respuesta más decidida y convincente. Y a partir del decenio en que estuve de moda para la televisión, de 1990 al año 2000, me había ilusionado en que esa política iba a dar resultado. Sin pensarlo demasiado, creía  difusamente que los otros docentes gays y lesbianas, que somos tantos, iban a irse animando uno tras otro, con lo que la homofobia de la escuela pronto desaparecería: ¡no se hubiera podido atacar a tanta gente! Incluso en el año 1998 creo que formé con Guillermo Lovagnini de Rosario una efimerísima Unión de Docentes Homosexuales. Esa UDH tenía tan pocas probabilidades de sobrevivir que mostró que íntimamente ya estaba desesperado y apelaba a cualquier recurso, porque la política de darse a conocer estaba fracasando.

Estamos en el 2009: desde mi aparición en aquel almuerzo de Mirtha Legrand han pasado diecinueve años. Y los docentes homosexuales, excepto uno aquí y otro allá, seguimos siendo invisibles para la sociedad. Simplemente, la generación del setenta a la que adscribo, cuyo aspecto gay se expresó a partir de 1983, estaba equivocada. Nuestra idea de “darse a conocer”, después transformada en “salir del armario” por los adoradores de la cultura gay yanqui, había sido equivocada. Como todos los que tuvieron una ilusión juvenil que no se concretó y ven con cierta melancolía que no hay ya tiempo para verla concretarse, ha veces sueno algo amargo; pero en verdad esa política tuvo éxito en los medios y llevó a un grupo muy pequeño de personas al grupo de los "mediáticos", como hoy dan en llamar a quienes salen a menudo (ahora, a qué precio) en los medios. Así se formó una aristocracia (¿u oligarquía?) de activistas gays, pero lo fundamental fue que se resquebrajó la alianza antigay de la sociedad: el Estado y los medios se pusieron de nuestro lado, y olvidaron su alianza con la Iglesia, el ejército y el fútbol. Buenos Aires se jactaba de su progresismo, entre cuyos elementos está el ser "gay friendly", y el avance de 1983 al 2000 en derechos fue rapidísimo y sin derrotas. Y, como dice un gran amigo, algo mi generación hizo, porque "es mejor hoy ser los bufones de la sociedad que ser algo innombrable". Eso lo conseguimos. Además, al principio la sociedad no había aprendido a tomarnos a la chacota, y en los programas de televisión se decía la verdad, no lo  políticamente correcto. Pero mi sueño era que mi visibilidad convocara a la formación de grupos de educadores en contra de la homofobia, que los padres de chicos y chicas homosexuales saliesen visiblemente a la defensa de sus hijos, y en cambio mi visibilidad no había logrado más que entronizame como presidente de la CHA primero y presidente de SIGLA después, y transformarme en un mínimo agente de cambio social, despreciado por la enorme mayoría de la población heterosexual y detestado por una minoría entre los que se contaban no pocos gays y lesbianas.

Hoy, nueve años después de que la televisión me abandonara a mí (simplemente, dejaron de llamarme: los medios son corporaciones y actúan en conjunto), más viejo y más prudente, no le pido a nadie que se dé a conocer. Los costos de “salir del armario” son muy altos, y solamente la persona involucrada es capaz de hacer la ecuación costo / beneficio que requiere tomar una decisión a favor o en contra de contarles la propia condición a familiares, amigos, compañeros y colegas. Si lo hacen, tengan la seguridad de que la homofobia no desaparecerá: se transformará en otra cosa. Quizás al principio en silencio, después en apartamiento, después en reproches o en lamentaciones. Será no el final del aislamiento, sino el principio de un largo camino de aceptación. Y la vieja idea setentista de que unos pocos se sacrificaban por el bien de los muchos es muy heroica, pero es falsa. Esos pocos obtienen compensaciones (eso es harina de otro costal), pero el costo es intransferible.

Lo que sé ahora es que las cosas no son tan fáciles como lo imaginaron los yanquis en 1968, al fundar la Iglesia de la Comunidad Metropolitana, o en 1969, al concretarse la Revuelta de Stonewall el 28 de junio. La discriminación y la homofobia son mucho más de lo que imaginábamos. No son tigres de papel, como acostumbrábamos decir los setentistas para animarnos unos a otros a hacer cosas que en el fondo temíamos. Las raíces del prejuicio sexual que solíamos llamar homofobia eran algo mucho más profundo y mucho más poderoso que lo que habíamos supuesto ingenuamente al adjudicarla a nuestra invisibilidad, al desconocimiento de los heterosexuales y a la falta de alianza con nuestros padres.

Yo me conformo con que hace poco, en San Luis, un obrero de poco más de cuarenta años en cuya casa me alojé me contó cómo cuando él era jovencito, me vió en aquel almuerzo con la Legrand mientras comía con su familia y recordó a su madre diciendo "mirá qué vergüenza el puto", mientras él callado pensaba "yo soy así". La semana pasada un amigo mío de treinta y largos me contó lo mismo. Al menos, todos los que nos vieron supieron que no estaban solos; pero combatir la homofobia, la verdadera, no es algo que nosotros hayamos sabido hacer. Para combatir la homofobia hay que cambiar la cultura; cambiar leyes es apenas rasguñar la superficie.